Precariedad y género: una aproximación en tiempos de Covid
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Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2019 la población mundial de 15 años o más —es decir, la población en edad laboral— se situó en 5.700 millones de personas. De este total, 3.300 millones (57%) tenían un empleo y 188 millones estaban desempleados, mientras que 2.300 millones (39 %), no formaban parte de la fuerza laboral.
(Foto: Unsplash)
La tasa de participación femenina total en esta fuerza laboral es de un 38% aproximadamente. Estos datos dejan patente que la desigualdad de género en el trabajo es endémica, tanto en la posibilidad de acceso, como en las condiciones de trabajo, existiendo además variaciones importantes según las diferentes regiones geográficas. La precariedad además, aparece como una nueva categoría que ha llegado con fuerza para quedarse.
Pero ¿qué es precariedad?
Según la Real Academia Española (RAE), la precariedad es la “carencia o falta de los medios o recursos necesarios para algo” y también la “carencia o falta de estabilidad o seguridad”. En una investigación de M. F. Massi, centrada en la precariedad laboral en Argentina, se apunta que “el concepto de precariedad se refiere a un conjunto amplio de condiciones laborales. En este sentido, no hay puestos precarios y no precarios, sino menores o mayores grados de precariedad en los diferentes segmentos de la estructura productiva”.
Las reglas económicas de los sistemas de extracción y producción, que son la base de la lógica capitalista actual, se plantean desde mediados del siglo XIX. Es a partir de la Primera Guerra Mundial cuando se implantan los principios de racionalización y coordinación en los medios de producción. Las mujeres, a partir de ese momento consiguen un lugar en la economía con trabajos regulados y remunerados, fundamentalmente como cuidadoras y enfermeras; aunque también en algunos casos, con responsabilidad sobre tranvías en el transporte público o en los servicios de correos y comunicación. En paralelo, los movimientos obreros y sindicales empiezan a organizarse para defender los derechos de los trabajadores, estando la mujer trabajadora vinculada a estos movimientos, aunque siga también sumergida en segmentos de la economía desregulada, sobre todo como cuidadora y limpiadora.
"En España, predominan las mujeres como cuidadoras informales de personas dependientes, con repercusiones importantes en su propia salud, en su economía, en su trabajo formal cuando lo tienen, y en el uso de su tiempo".
La Covid-19 ha afectado a los empleos más precarios. (Unsplash).
Desde 1950 a 1970, en el mundo occidental, las relaciones laborales reguladas eran claras, con estructuras jerárquicas relativamente estáticas, y el trabajo circunscrito a horas de oficina o fábrica: la experiencia en un determinado trabajo y en una determinada empresa era recompensada de manera creciente conforme la vida laboral avanzaba. En la década de 1970, de hecho, nace el interés por la calidad de vida en el trabajo y la motivación laboral. A partir de 1980, el sistema económico sufre grandes cambios de mercado que modifican las relaciones laborales y salariales: el contrato social de las llamadas sociedades del bienestar, más o menos estable hasta ese momento, empieza a resentirse hasta llegar a la situación actual que podríamos denominar de ruptura tácita.
Se podría decir que, antes de las dos guerras, la precariedad era habitual y a partir de los 80 vuelve a serlo, a pesar de los casi 30 años previos de profundos cambios sociales y laborales. La inestabilidad en la contratación y el miedo a quedar excluido del mercado son situaciones instaladas en nuestra realidad, que se suman a la inestabilidad de la economía sumergida e informal, en diferentes grados y escalas, en muchos países del mundo. Aparece una nueva lógica con respecto a la relación de trabajo, dignidad y posibilidades de mejora de vida. La precarización llega definitivamente para quedarse.
Las situaciones críticas afectan de manera desigual a mujeres y niñas. Podría decirse que de las crisis se sale con una intensificación del trabajo de las mujeres —fundamentalmente el no remunerado—; que el empleo masculino se recupera siempre antes que el femenino —que sale aún más precarizado que al inicio de la crisis— ; y que habitualmente aparecen retrocesos en los avances en igualdad conseguidos en épocas de bonanza en lo relativo a la regulación, las políticas de igualdad y las reglas de juego en general.
La "nueva normalidad" debe proporcionar un cambio en algunas dinámicas laborales. (Monica Monero)
¿Sabemos cómo está afectando la Covid-19 a esta situación?
Si analizamos los cinco vectores de transformación en los que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha centrado su propuesta de recuperación socio-económica con respecto al Covid-19, veremos que son precisamente cinco áreas en las que la población en general, aquí y allá, pero sobre todo la mujer, vive situaciones de precarización, vulnerabilidad y exclusión social.
"Podría decirse que de las crisis se sale con una intensificación del trabajo de las mujeres -fundamentalmente el no remunerado-".
Vector de recuperación 1. Fortalecer el sistema de salud
En 2019, la Organización Mundial de la Salud (OMS) presentó reformas profundas para llegar a la meta de los tres mil millones: cobertura sanitaria universal, mejor protección frente a emergencias sanitarias, y mejor salud y bienestar para 1.000 millones más de personas en cada caso, siendo la sección de cobertura sanitaria universal un objetivo a conseguir en 2023. Por un lado, en los lugares donde las mujeres pueden acceder a los servicios de salud, las muertes maternas disminuyen, lo que mejora la situación con respecto al género, aunque todavía existe una diferencia de 18,1 años en la esperanza de vida de las mujeres entre los países más pobres y los más ricos. Por otro lado, una mirada global avisa de que, como consecuencia del Covid-19, la violencia doméstica, y los embarazos no deseados en adolescentes en países emergentes y entornos frágiles han aumentado, hipotecando el futuro de mujeres y niñas en los próximos años.
Mientras tanto, en nuestro Norte la sanidad se considera una profesión feminizada, ya que hay un 55 % de mujeres que se dedican a este ámbito. Podríamos afirmar que el sector sanitario es un mundo de mujeres: siendo las médicas un 56,4 %, las farmacéuticas un 65,7 % y las enfermeras un 84,5 % del total. En paralelo, junto a este entorno laboral formado y en situación contractual regular, nos encontramos con la figura de la limpiadora o la cuidadora. En España, predominan las mujeres como cuidadoras informales de personas dependientes, con repercusiones importantes en su propia salud, en su economía, en su trabajo formal cuando lo tienen, y en el uso de su tiempo.
Vector de recuperación 2. Reforzar los servicios básicos y la protección social
Los sistemas de protección social deben promover los derechos económicos, sociales y culturales en el mercado laboral, con un enfoque especifico de derechos en la alimentación, la salud y las pensiones. Según la OMS, “generalmente, las mujeres se ven excluidas de la seguridad social por su mayor inserción en sectores de baja productividad e informalidad del mercado laboral, situación que limita su autonomía y empoderamiento”.
Según la OIT, en Europa hay un 23,6 % de mujeres que trabajan a tiempo parcial porque no encuentran empleo a tiempo completo, y un 34.4 % que lo hacen debido a que deben atender responsabilidades familiares, lo que les impide dedicarse plenamente al trabajo. Esta situación de agravio diferencial debido al género deriva en que tengan más dificultades para disfrutar plenamente de los servicios sociales a los que tienen derecho.
La pandemia también ha puesto de manifiesto la precariedad del sector asistencial. (Pexels).
Vector de recuperación 3. Proteger los trabajos informales
Ya sea como vendedoras ambulantes, empleadas domésticas, trabajadoras de la agricultura de subsistencia o temporeras, las mujeres tienen una representación desproporcionada en el sector informal. En Asia meridional, más del 80 % de las mujeres con trabajos no agrícolas tienen un empleo informal; en el África Subsahariana son el 74 %, y en América Latina y el Caribe, el 54 %.
Las mujeres transitan por fronteras difusas entre la economía formal, la informal y la de cuidados (que nunca han abandonado y que ha supuesto un incremento en muchos casos del tiempo total de trabajo o una intensificación del mismo). En estos trabajos, la regulación y adaptación de contratos es muy complicada, no siendo posible el teletrabajo, por ejemplo, como opción para protegerse a sí misma y a la vez cuidar de la familia. Hay que recordar que el Objetivo de Desarrollo Sostenible 8 se centra en la búsqueda de trabajo decente y crecimiento económico, incluyendo en el mismo a personas en situaciones de vulnerabilidad.
"En situaciones de crisis, la mujer se convierte en un pilar de la familia, y por extensión también de las comunidades y de la sociedad en general".
Vector de recuperación 4. Fiscalidad y acceso a financiación
Existe una cierta tendencia a relegar la cuestión del empoderamiento económico de la mujer a intervenciones a escala micro. Según la Agenda 2030, el empoderamiento económico de las mujeres debe incluir el acceso de las mujeres a los recursos económicos.
Según el mapa de emprendimiento publicado en el 2019, el acceso al crédito y un sistema fiscal más atractivo son las grandes áreas de regulación que necesitan una mejora. “En España, de cada 100 emprendedores sólo 19 son mujeres, un dato que define al perfil del emprendedor medio como un varón de 34 años y, en el 92 % de los casos, con un título universitario”, de acuerdo con el estudio.
Vector de recuperación 5. Fortalecer la cohesión social y la resiliencia comunitaria
La resiliencia social tiene que ver con las entidades sociales y sus habilidades para tolerar, absorber, enfrentar y ajustarse a las amenazas ambientales y sociales de varios tipos. Incorpora nociones de aprendizaje y adaptación reconociendo la importancia del papel que juegan el poder, la política y la participación en el contexto de una creciente incertidumbre y sorpresa.
La teoría, las evidencias empíricas y, muy especialmente, los análisis desde la historia económica, nos hablan de la mayor flexibilidad y diversidad de respuestas de las mujeres en comparación con los hombres respecto a las oportunidades y los cambios que se han ido dando en torno a las necesidades en los mercados. Si sumamos esto a lo anteriormente expuesto con respecto a su rol doméstico y de cuidados, la mujer se convierte —y más que nunca en situaciones adversas— en un pilar de la familia, y por extensión también de las comunidades y de la sociedad en general.
La resilencia es una capacidad clave para afrontar situaciones adversas. (Pixabay).
Futuro polarizado e incierto. ¿Qué pasa ahora que el Covid-19 llegó y se quedó con nosotras?
Con la crisis del Covid-19, situaciones con un sesgo muy claro en género ya previamente precarizadas se agudizan e incrementan: violencia machista doméstica; agresiones y violaciones a menores desprotegidas (futuras madres adolescentes que quedarán desvinculadas de la educación y del mercado laboral); pérdidas masivas de empleos presenciales ya sean fijos, temporales, formales o informales, con la consiguiente pérdida de derechos y asistencia sanitaria y social; aumento de la economía sumergida que permite la explotación de las más débiles; y un largo etcétera.
En paralelo, aparece un avance exponencial en telecomunicaciones y redes, lo que facilita la búsqueda y la contratación de profesionales especialistas en todo el planeta, trabajadoras cualificadas que pueden disfrutar una mayor flexibilidad geográfica y temporal en el desarrollo de sus responsabilidades.
Este tipo de contratos provocan una individualización creciente en esta nueva negociación laboral, y aunque en principio esto tiene mucho de positivo, también puede afectar a largo plazo a derechos básicos (como el derecho a la huelga o a una baja laboral por enfermedad, por ejemplo). Este tipo de trabajos generan esa famosa imagen de “la tele-trabajadora multitarea”, —una arquitecta podría verse perfectamente reflejada en esta imagen— que mientras trabaja desde casa resuelve otros muchos asuntos domésticos o asociados al cuidado de los niños.
La pandemia ha traído un avance exponencial en telecomunicaciones. (Pexels)
Lo que unos llaman flexibilización o capacidad de adaptación al mercado, para otros significa dificultad para conseguir una mínima estabilidad de empleo, de salario o de derechos sociales y sindicales, deteriorados a lo largo de estas últimas décadas: en definitiva, de una vida plena y digna. Tristemente, por una parte, ni siquiera en nuestro Norte el trabajo es ya siempre digno y decente y, por otra, el tener un trabajo no garantiza dejar de ser pobre.
La idea de progreso como crecimiento económico se desvanece, el reparto equitativo de la riqueza no aparece en casi ninguna agenda política, y el planeta da señales de agotamiento extremo devolviéndonos nuestros agravios de diferentes maneras. La incertidumbre y la polarización cada vez más aguda de oportunidades y posibilidades profesionales y laborales nos dirige a un mundo dual, divergente, desigual y, básicamente, injusto. Es nuestro deber como sociedad des-precarizar y armonizar nuestras realidades, consolidando los avances positivos hacia la equidad ya conseguidos y generando desde ahora los que deben llegar.
Amaia Celaya Alvarez
Arquitecto, consultora experta para Naciones Unidas y la Comisión Europea en temas de resiliencia y ciudad
Grup de Dones COAC
Este post forma parte de la compilación de artículos del libro Crónicas del desconfinamiento: Mujeres y arquitectura. Si lo quieres descargar, aquí te explicamos cómo hacerlo.
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